23 marzo 2016 – “LLEVAR LA CRUZ”
El encuentro con Simón de Cirene (Marcos 15, 20-24)
Y sacan a Jesús para crucificarlo. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo; y le obligan a llevar la cruz. Y conducen a Jesús al Gólgota que quiere decir lugar de la Calavera y le ofrecían vino con mirra; pero él no lo acep-tó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se lle¬vaba cada uno.
La incomprensión
El Rabí que ha curado a los leprosos y abierto los ojos a los ciegos, ahora es insultado y escarnecido. El Rabí que ha hablado de Dios y del hombre como ninguno antes lo había hecho, es ahora condenado a muerte por blasfemo. El Rabí que ha impregnado de amor y de ilusión la fragilidad de sus doce discípulos, ahora está solo ante la muerte. Tres veces había anticipado Jesús cuál sería su final (Mc 8, 31-38; 9, 30-37; 10, 32-40), pero los discípulos no entendieron, o quizás no quisieron entender. Posiblemente confiaban en que, una vez cerca de Jerusalén, Jesús tomaría posesión de la capital terrena del Reino de Dios; así habría quedado clara a todos su identidad de Mesías y nadie hubiese podido dudar más de su prestigio como Rabí de Nazaret. Y del de sus discípulos.
Ni uno solo de los doce comprende nada; están lejos de la lógica de Jesús. Esperan solemnidad, pero Jesús monta sobre un asno prestado. Esperan poder, pero el maestro se arrodilla para lavarles sus pies sucios y mugrientos. Esperan fuerza, pero el Rabí se deja capturar con un beso del traidor. Esperan realeza, pero el único trono sobre el que Jesús consiente en ser alzado es el de la Cruz.
Todas las esperanzas de los discípulos son barridas con la elección de la Cruz. Aquello, que para los discípulos representa la demolición de sus esperanzas, es para Jesús el lugar de la revelación de la Verdad de Dios. Las curaciones, los discursos y los milagros desvelan que Jesús es el Mesías, pero solo la Cruz nos dice qué tipo de Mesías es Jesús; solo la Cruz desvela qué Rostro de Dios va a ser revelado en la persona histórica concreta de Cristo. Tan solo allí, solo a los pies de la Cruz, se desvela la verdad de Dios.
La soledad de Jesús
Cuanto más se acerca Jesús a Jerusalén, menos entienden los doce; están lejos, como en otro planeta. Cuantas más confidencias les hace Jesús y más les abre el corazón a la intimidad de su misión, más sordos parecen los discípulos, como si fuesen extranjeros, como si les hablasen en otra lengua. Resultan significativas -y no carentes de amarga ironía- las reacciones ante los tres anuncios de la pasión en el Evangelio de Marcos a los que me he referido antes. Ante el primer anuncio (Mc 9, 30-37), Pedro reacciona realmente mal y pretende enseñar a Jesús lo que debe hacer, impidiéndole seguir el camino de la cruz. Pero el Maestro recuerda
inmediatamente al fogoso ex pescador de Cafarnaún cuál es el lugar del discípulo: «Pero él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: “¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hom¬bres, no como Dios!”». (v. 33) Pedro reconoce que Jesús es el Mesías, pero no ese modelo concreto de Mesías. Ante el segundo anuncio (Mc 9, 30-37), los discípulos reaccionan preguntándose quién de entre ellos es el más grande; Jesús habla de la total entrega de la vida, de muerte, de resurrección y los discípulos no saben sino pensar en su propio prestigio. Ante el tercer anuncio (Mc 10, 32-40), los hijos del Zebedeo le piden a Jesús dos puestos estratégicos de mando a su derecha y a su izquierda, tratando de ganarse al maestro y confiando en que ninguno, antes que ellos, se apodere de los mejores puestos.
Pues sí que estamos bien: los discípulos no han entendido nada en absoluto. Nos podemos imaginar, entonces, lo que habrán entendido los demás.
Hacia el Calvario…
Jesús vive sus últimas horas en medio de la mayor soledad y de la más absoluta incomprensión. Sobre su cuerpo, destrozado ya por los golpes del látigo, cargan el madero de la cruz. Tambaleándose y con paso lento, Jesús sube hacia el Calvario. El peso de la soledad y de la cruz lo aplastan. Cae. Se levanta. El esfuerzo de respirar agota sus últimas fuerzas. A su alrededor, tan solo la indiferencia de la multitud y la determinación profesional de los soldados. Bajo la corona de espinas, su mirada escruta a los curiosos que se alinean a su paso hacia el Calvario. Busca a alguno de sus amigos, a alguno de los doce. Ni una sola mirada amiga. Ni una sola.
…con el Cireneo
Jesús vuelve a caer. El madero pesa demasiado, las heridas de la espalda abrasan como el fuego. El Rabí no puede más. Y Simón de Cirene, sin saberlo, va a sufrir las consecuencias. Ningún amigo aligera su subida al Calvario. Ninguno de los suyos le ayuda. Le han dado la espalda. Y nada más.
Cuando regresaba del campo, al Cireneo le encargan la cruz. Jesús se tambalea, la sangre que brota de las heridas abiertas por las espinas, cae por su frente y lo ciega. Incluso con ayuda, cada paso es un desgarro, una lanzada en los riñones. Hemos llegado: el cortejo alcanza la cima, el lugar llamado de “la Calavera”. Los soldados trajinan preparando la crucifixión. Jesús yace en el suelo, cubierto de sangre, sudado, sucio, con las muñecas aplastadas contra el madero. Por primera vez Jesús, el carpintero, está en el lado de la madera. El ruido del martillo al golpear los clavos le es familiar, pero desconoce ese otro golpe sordo, que desgarra la carne.
Abandonado por sus amigos, atravesado por los clavos y desangrándose por las heridas, de aquel madero cuelga nuestro Dios.
Un encuentro para mí
Los evangelistas sitúan en la escena de la pasión de Jesús a muchos personajes pero, de entre ellos, siempre me ha llamado la atención Simón de Cirene. Ciertamente, el suyo no fue un encuentro en sentido estricto, porque carece de algunas constantes presentes en todos los demás pasajes evangélicos. Sin embargo, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el Cireneo es un testigo especial y muy significativo en la narración de la pasión y, por ello, me parece interesante fijar en él nuestra atención. No sabemos nada de Simón. El Evangelio nos recuerda que transitaba por el camino del Calvario en el momento en que pasa Jesús y que tenía dos hijos, Alejandro y Rufo, probablemente dos miembros de la primitiva iglesia de Jerusalén. Pienso con frecuencia en la presencia de Simón en el camino del Calvario y en esa cruz que cargaron a su espalda. Seguramente el Cireneo estaba deseando llegar a su casa tras una dura jornada de trabajo. Lo único que querría sería disfrutar de un poco de sombra y descansar; sin embargo, los soldados romanos le encargan la cruz de Jesús. Esa cruz llegó sin esperarla ni desearla. Para Simón. Y para tantos otros cireneos de la historia. Me gustaría compartir algunas reflexiones sobre “cargar la cruz” porque creo que es necesario entender bien qué es lo que Jesús quiere decir con esta expresión. Antes de nada, conviene subrayar que siempre que encontramos en los Evangelios la expresión “cargar con la cruz” es en referencia al seguimiento de Jesús:
Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: «El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la per¬derá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla? (Mc 8, 34-37)
La llamada de Jesús está dirigida a aquellos que, seriamente y con libertad, eligen poner su vida en camino tras el Señor. Creo que es de la mayor importancia ser conscientes de que se trata de una proposición y no de una imposición. Jesús no desea discípulos resignados, sumisos y claudicantes, sino hombres y mujeres libres y apasionados que elijan la vida del discipulado arriesgando todo por la Palabra del Maestro. Sin embargo, con frecuencia vemos que se usa la expresión “cargar con la cruz” como sinónimo de resignación ante el dolor, de aceptación pasiva de la voluntad misteriosa y dolorosa de Dios. Antes de nada, aclaremos una cosa: Dios no manda cruces. Dios no pone a prueba ni nuestra paciencia ni nuestra resignación con el dolor y el sufrimiento. Dios no pondera ni los méritos ni los despropósitos con una balanza celestial para luego otorgar premios o castigos. Las cruces no las manda Dios y, de haber podido, hasta Jesús hubiese evitado la suya de buen grado.
Al llamarnos para que seamos sus discípulos y elijamos caminar con Él, Jesús nos invita a acoger con valor y libertad nuestra historia personal, a ser dóciles a la vida, a estar preparados para darlo todo incluso en los momentos más dolorosos y comprometidos. Al invitarnos a llevar nuestra cruz, Jesús nos hace ver que existe una nueva posibilidad para nuestra vida, que con Él no existen los callejones sin salida ni los caminos impracticables; que su presencia hace nueva incluso la vida más destrozada; que solo llevando la Cruz junto a Él podremos experimentar el amor en libertad, gratuito e incondiciona